En
1859 Charles Darwin escribió que el mundo, la vida, no es estático sino
cambiante; que todo está sujeto a las leyes de la evolución, y por tanto
incluso la manera de comunicarnos. Las palabras y las frases nacen, desaparecen
o mueren y tienen mutaciones en el tiempo, y su devenir propio, su historia, su
vida íntima, oculta y secreta; secreta por desconocida pero que se puede
intentar rastrear y descubrir. ¿Quién fue posiblemente el primero en emplear
una frase por escrito? ¿Cuándo entró una locución en los diccionarios? ¿Por qué
se convierten las metáforas geniales en manidos clichés? Los misterios de las
palabras unidas: las frases, los clichés y el enigma de cómo las palabras hacen
amistad las unas con las otras y van siempre juntas a todas partes, como si
estuviesen casadas. Sorprendente visión de una importante faceta del idioma.
¿Qué misterios ocultan?
dar el último adiós. Visitar a (o despedirse de) un cadáver antes del entierro.
— Un eufemismo es una expresión suave que
pretende sustituir a otra que se considera grosera, fuerte u ofensiva. Y los
eufemismos también se convierten en clichés, como el que nos interesa ahora. Decir
“voy a visitar el cadáver de mi amigo Jacinto antes de que lo entierren”, puede
resultar chocante, pero emplear esta variante: “Voy a dar el último adiós a mi
amigo Jacinto” parece más fino. Desde 1560 llevamos dando el último adiós a
nuestros deudos, amigos y hasta a los próceres del país. Nada que objetar
excepto que suena a rancio y cursi, especialmente en estas épocas cuando ya
estamos muy acostumbrados a llamar a las cosas por su nombre. Ramón Gómez de la
Serna (1888-1963), el de la greguerías, nos da un ejemplo gracioso de uso: “Después me encontré completamente solo en la noche de París, y
junto al burladero de un urinario aparecieron unas muchachas rusas y unos
cuantos artistas de melena que me esperaban para darme el último adiós y
desearme que el entierro en la noche me fuese más leve.”
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